Recuerdos de Froylán López Narváez (1939-2021)

  • Un aire detectivesco le daba su forma de vestir combinada con su actitud enigmática
  • Parecía un personaje mexicano de Chesterton, si acaso lo hubiese ideado el escritor londinense

Autor: Octavio Olvera

Froylán López Narváez. Tomada de Twitter: @TeatrosCdMexico

Su cátedra

Entraba al salón de clases con un gesto muy serio. Sin mirar a sus jóvenes alumnos, caminaba lento, libros en mano, prominente su abdomen. Llegaba al escritorio donde dejaba sus libros y entonces sí, volteaba a ver a sus chicos. De una sola mirada calculaba el número de asistentes, siempre pocos por su fama de profesor duro e insolente.

Un aire detectivesco le daba su forma de vestir combinada con su actitud enigmática, aparentemente ensimismada. Gustaba del blazer generalmente de tono oscuro sobre un chaleco o suéter informal, pantalón de casimir que remataba en zapatos tipo sport. Sacaba de su saco una cajetilla de Kent —aún era posible fumar en las aulas— y el cigarro en la boca le pronunciaba el bigote oscuro y tupido que también contrastaba con su pelo cano. 

Hacía un mohín de sospecha siempre al empezar con su discurso. Cuando cuestionaba a alguno de sus alumnos, caían en cascada más preguntas sobre el hilo de la respuesta que ponía en serios aprietos al interrogado hasta hacerlo caer en contradicción y confesar que no había hecho la lectura programada. Parecía un personaje mexicano de Chesterton, si acaso lo hubiese ideado el escritor londinense. Inclusive por su catolicismo acendrado, era una especie de padre Brown metido a periodista y a la academia.

Tres elementos básicos se necesitaban para cursar y pasar su clase de Psicología Social: tener una idea, por lo menos general, de la literatura mexicana, sobre todo de la poesía; gustar de la música popular (bolero, ranchera, guaracha, rumba, montuno, trova yucateca, tango, salsa), y saber bailar. Para él, los elementos psíquicos del hombre colectivo se podían identificar en una literatura nacional, en la poesía popular y el baile. Si uno de sus alumnos no gozaba de alguna de estas gracias trinitarias, era casi imposible que terminara su curso.

Proceso

La portada de Los periodistas, novela de Vicente Leñero donde narra los pormenores de la expulsión de un grupo de reporteros del periódico Excélsior por ejercer la crítica sobre el gobierno de Luis Echeverría, está ilustrada por aquel puñado de hombres encabezados por Julio Scherer, caminando desencajados por Reforma. Entre ellos estaba el “Froyd”, como solíamos decirle de cariño tras bambalinas, aunque creo que sabía de su mote y le enorgullecía la coincidencia fonética de su nombre con el del padre del psicoanálisis: Freud.

Portada de la novela Los periodistas.

A más de López Narváez, acompañaban a Scherer, Miguel Ángel Granados Chapa, Carlos Monsiváis, Raúl Cremoux, Hero Rodríguez Toro, Miguel López Azuara y el mismo Leñero, entre otros. 

Para sustituir la tribuna de periodismo autónomo que habían perdido gracias al golpe operado por el periodista Regino Díaz Redondo, fundaron la revista Proceso, cuyas oficinas se establecieron en la calle de Fresas, en la Colonia del Valle. Allí solía citarnos el buen “Froyd” a algunos de sus alumnos para conversar sobre la clase y sobre nuestras aspiraciones periodísticas. La amplia superficie de su escritorio estaba tapizada, en perfecto orden, de diarios y revistas nacionales y de todo el mundo, donde seguramente abrevaba para escribir sus intríngulis lingüísticos de su columna semanal, primero en su revista, posteriormente en Reforma y al final en Milenio.

Cuando Julio Scherer se retiró, dejó la dirección de Proceso primero a un comité editorial, poco después conformó un triunvirato constituido por Rafael Rodríguez Castañeda, Carlos Marín y Froylán López Narváez. 

Fundadores de la revista Proceso: Julio Scherer, Vicente Leñero, Carlos Marín, Jorge Barrera Graff, Enrique Maza, Froylán López Narváez y otros no identificados (1979). Tomada de etcétera

La dirección colectiva del semanario duró poco. En 1999, una crisis interna por desavenencias en los criterios directivos separó de la publicación a Marín y al maestro. Lo visité entonces en su aula de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) para expresarle mi solidaridad. “¡Fue un ‘reginazo’ Octavio, un ‘reginazo’!”, me dijo apoyando una de sus manos en mi hombro y un gesto de profunda desilusión, inusual en él, hombre de expresiones faciales muy discretas.

Lorca y Santiago de Cuba

En vísperas de un viaje que realizaría a Cuba, me encontré al maestro en el estacionamiento de la FCPyS. Charlamos un poco. Le informé de mi próximo viaje. Me recomendó el tour obligado del buen rumbero, el del parroquiano profesional y el periplo del gran aficionado a la literatura en La Habana. Entraba en los pormenores de los sitios indispensables en Santiago cuando le atajé con unos versos de Federico García Lorca donde atrapa magistralmente el ritmo del son cubano:

¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas! 

Iré a Santiago. 

¡Oh cintura caliente y gota de madera! 

Iré a Santiago. 

¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco! 

Iré a Santiago. 

Siempre he dicho que yo iría a Santiago…

Froyd tomó una aparente actitud de indignación y dijo: “Ah pues si usted tiene línea directa con Lorca yo aquí salgo sobrando”. Subió a su viejo Golf color oro, bajó su ventana y me ofreció su tarjeta: “Búsqueme a su regreso para seguir conversando”.

Manuel Castells en la UNAM

La última vez que vi al “Froyd” fue en el Auditorio Ricardo Flores Magón de la FCPyS, donde el sociólogo español Manuel Castells ofreció una conferencia magistral basada en su entonces más reciente obra, Comunicación y poder, ante un recinto abarrotado de jóvenes y maestros.

Acabó la disertación de Castells y se inició la ronda de preguntas por parte del público. A lo lejos vi al maestro pedir turno para hablar. Llegado su momento, micrófono en mano agradeció a Castells y se dirigió a los jóvenes que formaban la mayoría del público para arengarlos: “Muchachos ya saben qué hacer”. Acto seguido gritó: “Uno… dos… tres… cuatro… cinco…”. Paró su cuenta. Desistió entonces y entregó el micrófono frustrado. Nadie siguió el coro que quería improvisar. Su intención era contar hasta el ocho para rematar con el grito alargado de “Maaaaambó”, acuñado por Dámaso Pérez Prado, como una forma de homenajear al gran pensante de la sociedad contemporánea.

Manuel Castells se extrañó de tan rara intervención. Hubo risas discretas. La mayoría del público lo tomó como un viejito loco, y lo era, mas no por viejo, sino porque su signo de profesor era la locura, el método extraño que le dictaba su inteligencia. Pasó el momento y siguió el acto naturalmente convencional.

Era difícil comprender al “Froyd”. Quienes lo entendieron, seguramente aprovecharon su experiencia de columnista libre, sus lecturas filosóficas, su amor por las expresiones artísticas populares, el refinamiento que le otorgaba ser un gran lector de poesía.

Sus verdaderos alumnos andarán hoy por el mundo haciéndole la guerra a lo estrictamente convencional, forjando su particular locura, que es el mejor homenaje a Froylán López Narváez ahora que se ha marchado.

Su columna “Vivir el día” en el diario Milenio.
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